martes, febrero 28, 2006

José Luis camina a mi lado.

Me mira, me escucha, da vueltas a mi alrededor. Salta de vez en cuando, como si intentara atrapar mis palabras al vuelo. Le intento explicar qué es una noche azul claro pero creo que no lo está entendiendo. No llega a comprender qué supone tumbarse junto a tí, apagar el sol con nuestros índices y dedicarnos a fumarnos juntos los minutos de la noche que empieza. Le cuento que una noche azul claro es aquella en la que te sientes líquido, aquella en la que fluyes junto a alguien, en la que todo encaja, en la que a cada acción le corresponde una reacción de manera más que instintiva, en la que las cosas ocurren porque así se encuentran escritas desde la noche de los tiempos. La noche en la que no importa el resultado sino el camino que lleva a él. La noche en la que el mundo podría explotar tras las ventanas sin que notáramos poco más que un leve repiqueteo sobre nuestras líquidas superficies. La noche en la que eres una divinidad entre divinidades.

El cachorro ladra enfadado. Quiere que le cuente cosas más simples, más físicas, que baje la cabeza de entre las nubes. No entiende que no puedo, que esa es otra de las características de las noches azul claro: que no puedes nombrarlas sin que surjan del pasado y se superpongan al presente, que no puedes comenzar a recordarlas sin embriagarte en ellas.

Y ahí en la farola veo la curva de tus senos, y veo el asfalto de la calzada retorcerse como las sábanas de la vieja cama del desván, y veo tu sonrisa entre las hojas de los árboles, y tu risa resuena de repente en el letrero de neon del hipermercado. El ladrido de José Luis se convierte en un susurro dulce y de repente todo es azul. Las paredes son azules, el cesped es celeste, las personas son añiles. Y el cielo es azul, azul sonriente, azul hilarante, azul psicotrópico, azul que me guiña el ojo mientras vuelvo a los blancos y negros del presente.

Ahora el perrillo se ha callado, pero yo he empezado a sonreir.